Lumbre y ceniza Yolanda Izard Anaya Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana, 2019 Editorial Devenir Madrid, 2019 |
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En el cauce textual de Yolanda Izard Anaya, profesora de la Universidad
Europea Miguel de Cervantes, poeta y crítica, la reflexión metapoética y la
introspección del lenguaje frente a su razón de ser han sido impulsos frecuentes de
escritura. Con ese núcleo indagatorio amanece el primer poema de Lumbre y ceniza, obra que ha conseguido el Premio Internacional de
Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana en 2019. La extensa composición
“La poesía debe ser otra cosa” funciona como un umbral que expone al visitante
lector las coordenadas de construcción. A través de sus versos trata de captar
el movimiento tanteante del poema, la distancia pactada entre asombro y búsqueda que abre nítidas ventanas de interés: el paso firme de la originalidad, la pureza
ideológica del texto solo sometido al descubrimiento de la belleza, y la
hospitalidad de las palabras para acoger desolaciones y sueños.
El poema muestra también el empeño formal que se articula mediante una
expresión verbal repleta de imágenes que entrelazan visiones oníricas y
destellos imaginativos para conexionar pensamiento y sensación emotiva. La luz
sentimental ya se encendía con fuerza en la dedicatoria del poemario: “A mi
padre, in memorian”; la ausencia formula una pregunta dura e impenetrable que
busca en el poema su respuesta. Hay en el apartado “Mi padre” una estela de
continuidad; el recuerdo transparenta la pérdida, interioriza esa oquedad donde
se cobija el patrimonio intacto del sentimiento filial. Suena fuerte la voz de
la elegía y el canto desvela el dolor que comportan las muertes pequeñas del estar transitorio. Quien contempla el discurrir del tiempo mide el pasado
como un trayecto cumplido. Se hace del ahora un cansado regreso en el que ya son
sitios interiores la noche, la oscuridad y el silencio.
La sensación de pérdida y despojamiento afecta también al leve vuelo del
lenguaje. En el apartado “Deslumbramientos” la poesía se hace material
reflexivo, como si las voces del poema trasmitiesen una sensación de afonía,
como si la herida y el dolor hubiesen cavado una sima profunda donde habitase
ahora un tiempo nuevo, una pulsión oscura que es necesario recordar. Todo es un
péndulo en vaivén donde la existencia se balancea entre el ayer y el presente,
entre lo que se marchitó y lo que se cobija en la memoria. En sus cartografías todavía
habita una niña y su mundo de palabras y sueños.
Los poemas acogidos en la sección “Cenizas” mantienen una espesa
connotación reflexiva. El discurrir apaga el fuego y somete a cada identidad a
un áspero proceso de despojamiento que deja en la mirada la luz difusa del
atardecer. La piel de las manos adquiere un cierto tacto de fracaso y la sensación
de que todo obliga a conjugar un continuo “Me acuerdo”. Las
palabras dan fe, como si cuestionaran la materia real de la ceniza, su
inconstante naturaleza; se suman a una labor de permanencia en
la que participan otras voces que también asumieron en el poema su propia
derrota, permanente y ubicua.
Pero tras la ventana, vuelve la
luz y deja un tiempo renacido para que las palabras construyan un nido, se
hagan calor y refugio. Con ese mensaje de esperanza se cierra el libro:
“Construyo un nido para no rendirme, / para envolverme y que no me delaten. /
Solemne y protocolaria, arrimo al fuego de mi sangre / la paja y el papel, / la
hoja y el plástico, / el barro y la ceniza. / Me acurruco dentro”
La propuesta poética de Lumbre y
ceniza concede al clamor del tiempo la capacidad de oscurecer el fuego y
mitigar las llamas en cenizas. Los poemas trascienden las vicisitudes
biográficas del sujeto poético para convertirlas en raíz sentimental y en significativo
retorno al pensamiento. También para aprender que el otoño, con fría pulcritud, deshoja los afectos y convierte el jardín en un rincón de sombras.
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