Cantar la vida José Iniesta Editorial Renacimiento Colección Calle del Aire Sevilla, 2021 |
CONCIENCIA DE LA LUZ
En uno de sus libros menos conocidos, Gozos de la vista, Dámaso Alonso aludía a la palabra poética como
liberación de lo contingente e iluminación de la realidad; resaltaba el hecho
de tomar conciencia de lo transitorio para elevarlo a permanente y sustancial,
preservando la esencia. Desde el título, Cantar
la vida, José Iniesta (Valencia, 1962) abre las manos del poema a esta
convicción estética. Ante un contexto cercano, maleable y difuso, en el que se
van marcando las huellas del transitar y sus erosiones nos queda el cántico, la
percepción interior de los signos que se acumulan en sentidos y pensamiento
cuando ejercemos el papel de callados testigos del asombro.
Desde que iniciara travesía poética, a mediados de los años ochenta, con
la entrega Del tiempo y sus castigos
(1985) el valenciano ha impulsado un quehacer no exento de circularidad
temática. En él tiene presencia fuerte la idea del tiempo como tema central,
aunque asumido en distintas perspectivas.
Los poemas de Cantar la vida rememoran
estelas biográficas en la memoria del camino; un recorrido que define sus calles
como finitud y asunción de la condición transitoria de ser. La palabra revela
fuerzas, es asidero contra la intemperie: “Es siempre posesión decir la vida, /
asirme a cuanto veo con palabras. / Cantar es la manera / de encender una luz /
en la cueva profunda de la carne, / la sola soledad, mi compañía “. El poema prólogo
contextualiza el avance de un libro que arranca con el apartado “Dos apuntes
sobre la poesía”. Son textos en prosa que indagan en la naturaleza del afán
creador y en los pormenores escriturales de casi trece años de intervalo y
tanteo. La mirada lírica de José Iniesta moldea una crónica vivencial; establece
parámetros existencialistas a partir de la voluntad de aprendizaje del decurso
vital. Fluyen en el discurrir los desajustes del entorno, nunca exentos de
soledad y niebla y ese horizonte oscuro de la memoria que insiste en el
recuerdo, con voz obsesiva, donde siempre van juntos el dolor y la dicha. La
escritura es refugio, se convierte en un intangible patrimonio de soledad, en
la música callada del silencio.
Los poemas de “Inclinándome al daño”
conforman una exploración del pretérito y de sus protagonistas más
relevantes. Así sucede con “El padre dormido”, que concede a la ausencia la
modulación del regreso. Las sílabas de la evocación suenan para rescatar
aquellos gestos que conforman el epitelio cálido de los días comunes. Son composiciones
que buscan la objetividad de una lente de cámara entre las grietas del pasado.
Ofrecen ángulos de insólita fuerza reflexiva, como el poema “El corazón roto”,
donde el niño es testigo por primera vez de la ominosa crueldad de la muerte, quebrando
para siempre la inocencia y llenando los ojos con las sombras del miedo. Así
nace la idea de una ficción autobiográfica que condensa, con prolijo aporte de
detalles, y clarifica la dialéctica entre entorno y sujeto. El primero
establece puntos de fuga; reajusta los pasos del trayecto personal e inunda la
retina con aristas cortantes, como sucede en el subapartado “La frontera
verde”, un conjunto de tres poemas que vislumbra ciénagas de nuestro tiempo,
como las migraciones y sus trágicos efectos secundarios. Asomarse al ayer es
también recordar la carta del primer amor, o los pasos del niño, o esa
fotografía al trasluz de la belleza vencida.
La escritura de “Tu materia salvada” comienza con un poema que es celebración
del cuerpo, ese abrazo que conforta “la miel salvaje del amor y la furia”. El
intimismo comparte terapia y espera, la voz tenue de los sentimientos improvisando
un nuevo marco de representación para que se liberen emociones y deseos. El
amor se hace refugio y unidad, un viaje compartido que borra al paso otros
itinerarios y ubica de nuevo un paraíso germinal.
El poeta retorna en “Algo indestructible” a las razones del poema; si en
el devenir suenan los ecos de una larga noche, se integra en los versos la
necesidad de encontrar refugio a la inocencia y el asombro, a “esa risa que
vence a toda niebla, / ese rostro del sol y de las lluvias / donde arde lo
real, y es plenitud”. Se busca en la textura de lo cotidiano el puente firme
que enlaza pasado y presente. El sujeto se define por identidades sucesivas,
abocadas a desaparecer, como si la vida solo fuera “cauce y sequedad”.
Cantar la vida se afana por trazar
una crónica en instantáneas de lo vivido. Las composiciones recuperan el rumor
de los días; crean estampas de diferentes texturas para evocar gozos y sombras
proyectados sobre la pared del tiempo. Lo existencial es el amor que cobija y
ampara, pero también la terca insistencia de la muerte y el cansancio; su
siembra continua de impotencia ante la certeza de lo vulnerable. La realidad
está ahí, muestra sus límites difusos; en el existir se hace cada vez más
tangible el despertar de la noche. Nos queda la poesía, el quehacer firme de
cantar la vida y preservar su andamiaje emotivo con la hondura sencilla del
poema.
JOSÉ LUIS MORANTE
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