Devoción de las olas Mónica Manrique de Lara Editorial Isla Negra / Crátera Editores Colección Josemilio González / Colección Atlántida Valencia, España-San Juan, Puerto Rico, 2020 |
EL VAIVÉN DEL SENTIR
Cuando amanece un itinerario poético, como el que abre Devoción de las olas, primera entrega de
Mónica Manrique de Lara (Granada, 1974), suele ir precedido de un goteo
sosegado de poemas en publicaciones digitales y revistas. Así ha sucedido con
el cauce lírico de esta granadina, licenciada en Traducción e Interpretación, y
docente en un instituto de Educación Secundaria y Bachillerato. En esos poemas
en el umbral llamaba la atención el epitelio confidencial de su escritura, su
fidelidad a la exploración sentimental del sujeto. La indagación relacional con
el otro se mostraba en aquellos textos como el núcleo temático más vehemente. En ese ámbito toma cuerpo la razón poética de Mónica Manrique de Lara de
la que Francisco Vaquero Sánchez, en su apunte de contracubierta, escribe:
“estamos ante un hermoso canto al amor, a la naturaleza, en la que “toda huella
es agua”, en palabras de su autora”. Sorprende la cita de inicio, cuya autoría
recupera a un poeta casi olvidado en el espacio lírico actual, Alfonso López
Gradolí: “Si digo el amor estas palabras / tienen algo de ola que termina, / un
suave golpe sobre la arena”. Desde ese cofrecillo generador del impulso amoroso
se expande un inventario temático, organizado en tres secciones de similar
extensión y perfil formal.
En el arranque, “El sendero”, se integra ”Prólogo”, un escueto preámbulo
que visualiza los trazos del hablante lírico desde la plenitud estética del
mar, claro referente simbólico que trasciende la realidad contingente: “Soy la lluvia mecida
en las olas / soy la arena que asciende del cieno / en la orilla que me borra,
soy la huella, / pescador, caminante o sirena”. El estar cadencioso del verso
amplía la presencia del yo con una amalgama de imágenes de saludable empuje
sensorial. Cada amanecida concede continuidad al afán promisorio del deseo, que adquiere en su
renacida dimensión un sentido inmediato y profundo. Pero la plenitud es
espejismo y la elocuente búsqueda del otro se va llenando de lejanía e
incertidumbre, en el que la noche intuye el áspero silencio del fracaso. No
hubo mediodía en la búsqueda y aquella fuerte luz del comienzo poco a poco
declina, como fruto en la rama que no encuentra manos para la cosecha. El tiempo
auroral de la infancia se hace lejano paraíso inalcanzable en el enjambre de
caminos que propicia la existencia. Sobre el horizonte se hace firme visión la
fría silueta del invierno, una alternancia de claros y sombras.
El apartado central, “Las manos” conecta su avance a una cita de
apertura del poeta y editor Carlos Roberto Gómez Beras: “Una botella va por los
mares del sueño”. Alguien lanza un mensaje a la deriva azul del tiempo para que
otra identidad preserve la luz encendida del anhelo, esa necesaria vocación de
alas que encarna el vértigo libre de una
gaviota en el aire. El afán de seguir en la búsqueda recuerda al pájaro que
busca la rama para hacer sitio al nido y al retorno. El tiempo es una estela
que requiere la imbricación del pensamiento, esa tarea cognitiva que muestra al
yo frente al laberinto de sus incertidumbres.
El
imaginario de Clara Janés abre las composiciones de “El fondo del agua”. Crece en
el cuerpo la necesidad de la luz frente
al desamparo. El amor no se apacigua, su afán golpea la memoria, dejando la
necesidad de la rememoración en permanente vigilia: “creí que me agarrabas y
era el viento, / vuelvo a encontrarte en el espejo de un arroyo, / de la
maleza, esta última imagen nacida del cieno, / ahora ya eres el cantar de mis desvelos,
/ eterna fuente de versos y sueños”. La ausencia se fortalece en el tiempo,
pero el pensamiento sigue intacto en la vigilia buscando algún indicio de ese
roce vital que libera de la soledad y el silencio. Ese estar en vela se hace
razón y destino, un largo sueño que pone entre las manos un destello de sol
frente al vacío.
Devoción de las olas inaugura
el discurrir poético de Mónica Manrique de Lara. Nos deja una escritura repleta
de imágenes en las que se refleja esa línea de costa del yo sentimental. El
poema contiene un espejo de agua azul, sal y espuma; pero también un
protagonista lírico al que acecha la condición de náufrago en su viaje a la
luz. Pero mantiene, con clara voluntad, el paso sostenido hacia algún sueño,
ese rumor de olas de un mar imaginario.
JOSÉ LUIS
MORANTE
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